Sus pasos retrocedieron sobre ellos mismos para detenerse ante la puerta de aquella estación de tren.
Sus ojos acumularon tristes recuerdos con tonalidades grises.
Cerró el espacio que dejaba entrar el aire a sus pulmones.
Hacía tiempo que sus propios recuerdos habían decidido no insistir ante la idea de volver a pensar en esto.
En su mente despertaba el recuerdo de una dulce voz, llamándolo al otro lado de la cama, con suavidad.
Su pelo rubio hacía cosquillas en su vientre.
Él la miraba con amor.
Ella, su dulce melodía,
había guardado de la noche a la mañana todos su sentimientos.
Enterrándolos sin consultar.
Destruyéndolo todo por completo.
A él, su recuerdo, ahora, insistía.
Ella cogió un vagón de aquella triste estación, sin determinar rumbo fijo.
Dejando como rastro notas sueltas de su entera composición.
Reservando la nota más aguda, de efecto sorpresa.
Ella siempre sonó.
Y él siempre imaginó las partituras a su nombre.
Lo que no supo, es que ella era una partitura libre.
Sin autor.
Era una de esas canciones que uno escucha una vez en la vida.
Y no se vuelven a encontrar.
